En estos momentos, me imagino cómo habría sido si lo hubiesen filmado. Soy demasiado ególatra, o soberbio como me dices tú, para caer en la ridiculez de filmarme sin verme, así que necesito de un asistente.
Habría sido en retrospectiva in media res, claramente. Escucharía una música calmada, estaría feliz: gritaría. Sí, pero de júbilo: ya nada perturba. ¿Me crees capaz? No sé para qué te hablo si lentamente te maté. Capacidad inocua del ser sin ética y profundamente turbado. En fin, le dirigiré mis palabras al caballero camarógrafo simpaticón y de mirada inquieta, como tú, ¿tú?
Suenan esas típicas funciones musicales; de esas que te hacen saltar de la cama y moverte al compás del sonido melodioso y justificado. Claro, se fundamenta en el deseo de felicidad. ¿Está bien, señor camarógrafo? Usted sabe que parece que es mejor lo que escribo a lo que miro bajo mi cámara filmadora de mentiras. Prosigamos, ¿quieres? Me paro, camino en pelotas y bailo mirando ese paquete que fue utilizado grotesca pero mágicamente la noche anterior. No es que sea pornográfico, pero me da felicidad el hecho de sentir que aquella cosa que se mueve entre mis piernas entregó felicidad y placer a una persona, además de eyaculaciones sin sentido. Me muevo con gusto. No enfoques tanto el pene. Piensa que da un poco de vergüenza. Ponle esos cuadritos de colores.
Y claro, todo es caluroso, es diciembre, es 27 de diciembre; todo es de colores: está recién estrenado el verano. No obstante, se nubla todo. ¿Acá puedo parar? No me gusta que sea todo tan obvio: los colores no siempre indican júbilo: muchas veces caminé de negro sintiéndome absolutamente pleno. No quieres que te contradiga, está bien, seamos obvios. No me dejas ni acceder con ese tema de los colores: nunca he sido chillón; y sí, esto también es como una autobiografía.
Lo nublado turba… turba mi celular: suena; escucho; no hablo nada; las pupilas se dilatan: abres y cierras; enfocas más adentro; llegas hasta mis pensamientos, pensamientos atroces, por supuesto. Y lloro. ¿Eso no está de más, cierto? Bueno. Lo curioso es que no necesito pensar en algo triste: eso siempre me hace llorar. Y me olvido de los dos puntos, para pasar al siguiente nivel. Espero a que acabes sobre el celular. Quiero ser la víctima, camarógrafo, ¿ya? Nada bueno tras la línea telefónica: esa persona a la cual escucho no es buena ni nada, es un ser horrible que jugó con este pendejito de 21 años (pendejito, así me decía antes… antes, hasta que le dije que no, que no tenía por qué ser tan parecido al mundo… accediste a medias parece, porque lo que escuché era como si creyeras que la persona con la que habías estado ya casi un año era un webón inmaduro y superficial, siendo que era casi todo lo inverso, aunque tu estúpido amigo te haya dicho lo contrario:
“Siempre los cabros chicos quieren otras cosas, y nosotros, somos ya grandes, no caigas en su juego malévolo”
No sé las palabras exactas, pero así me sonó cuando tiempo después me lo contaste. Como si no supiera que ese amigo tuyo, se coge a su amante cuando su pareja se va, pero lo hace en otra cama para parecer más humanitario).
Retomando: la cámara se acerca y aleja, camina trémula por entre mi semblante manchado de rencor. Sí, rencor; un rencor proveniente de esas obsesiones mal tratadas de mi niñez. Los espectadores no saben qué es lo que escucho, pero tienen que saber que es algo realmente malo: lo peor que se pueda escuchar. Y lo curioso es que ni siquiera se trata de muerte, sino que de placer. Paradójico, ¿no? Escucho placer y palabras nunca antes dichas, que ni siquiera en las tantas noches sudorosas que pasamos juntos me regalaste, pero lloro; lloro porque dichas palabras entonadas al más puro son de gemidos maltratados por la libertad requerida, me saben a travesti mal venido y con gonorrea.
Así entonces termina la primera toma de tres: la del medio. Finaliza con el sentimiento perverso clavado en las entrañas: algunos le llaman venganza o rencor, yo prefiero llamarle tristeza. Aquella que no aguanta disiparse, sino que queda metida, incrustada, como tus propios huesos. Señor camarógrafo, no dejes que la gente, cuando vea la película, crea que era simple y pura venganza. Claro, está bien, algo de eso tiene que haber, pero no es lo principal. Recuerda la melancolía, la pena: eso es lo importante.
Ya habiendo clarificado ese punto, volvamos a contar la historia.
Ahora se vuelve a modo de racconto al inicio: a aquel bello día en que nos conocimos. Día caluroso, aunque no tanto. Mal vestido no andaba, tampoco de etiqueta (de hecho creo que pantalones cortos y polera no indican necesariamente preocupación. Es que tampoco quería demostrarme ansioso: eso era debileza: tenía que estar relajado). La estación se detuvo luego de una charla con Vicente Huidobro y el paracaídas, sin saber que precisamente terminaría como lanzado de un precipicio del placer que me inundaría más tarde.
¿Te gusta así, cierto? Una bellísima historia de amor, sin ninguna pérdida. Los amigos espectadores estarían felices si es que no hubieran observado la primera parte. Es que soy algo sicario.
Caminamos luego del reconocimiento de nuestros ojos. Me gustaste de inmediato. Ganas de besarte ahí no me faltaron, no obstante me comporté a la altura. Una altura que a veces me hacía marearme, como cuando te dije que tu casa quedaba muy lejos como para volver a ir y que el hecho que nos hayamos reunido hoy, 4 de abril, obedecía simplemente a que soy un hombre de palabra, que perfectamente podría haber seguido viéndote tras la cámara de mi computador por unos tres meses más, pero como insististe, y ya te amaba pese a la distancia, accedí. Todo eso tiene que verse simpático, tiernitos como tus ojos color poncho folklórico-inca.
Así entonces se continúa la historia, azotada de buenas oportunidades y acercamientos, como la aproximación profunda que tuvimos esa misma tarde en tu cama, luego del chocolate y la pizza. ¡Cómo me calientan los besos! Y sonabas como piano en penumbras: todo vuelto de amarillo.
Exquisita boca. Mi mano quería avanzar hacia abajo, pero pensaba que era otro nivel, un nivel demasiado vulcanizado como para proseguir. Había que portarse como un caballero. Y lo soy, siempre lo he sido: ahí incluso, a mis 20 años, ya me perfilaba como una persona gentil y de dinastía. Un tipejo inteligente, medio desordenado, cantor y confiable. Así era antes. Enfatizar en el contraste de un antes y un después me parece perfecto. Un antes esparcido entre fragancias y un después envuelto en espumas tóxicas.
Te toqué con cuidado, lo mismo hiciste tú. Se tiene que ver perfecto: repleto de pasión y calentura, pero ¡ojo! la atmósfera tiene que estar siempre cercana a la ternura. Es como si uno no se atreviera a expresarse tal cual es: sexo, claro sexo y amor conjugados, pero sexo igual. Y no me avergüenzo, sino no lo habríamos hecho la primera vez que nos vimos. Pero como los espectadores son susceptibles a reclamos por tentaciones indecorosas, creo necesario derramar el sexo en flores olorosas de encanto y no tan rojas. ¿Se entiende? Tampoco es necesario filmar cuando, ya producto de la confianza que me otorgó la entrega de presentes y los besos con lengua, te agarré el culo evidenciando mi próxima entrada. Situado en el lugar que me corresponde, te hice el amor maravillosamente.
Siempre te dije que era medio loco y que no era una persona fácil y que tenías que esperar un poco para consolidarnos como pareja ya comprometida. Claro, no es fácil despegarse de la gente que uno quiere y la que te formó. Y es muy intranquila esa calma superficial que me abrazó todas las veces que dije que te amaba y que quería vivir contigo y hacerte la persona más feliz del mundo: alguien puede decir te amo, pero si ese alguien soy yo, ese te amo se transforma en un te odio para personas otras que esperan que tu vida sea fácil y reproductiva. Eso se los cuento a ustedes, queridos lectores invisibles, pero no estará en la filmación.
Viendo fotografías punzantes por todos lados, recuerdo el episodio de maltrato psicológico-inconsciente que provocaste en mí una tarde-noche de julio. Ahora la cámara tiene que estremecerse, volver, salir, entrar, ojos, boca y fotografía; sí, aquella que aguijonea y doblega, que mata y revive al mismo tiempo. Tú, feliz, mostrándome imágenes: que el asado, que Ricardo, que tu amiga, que la celebración de la casa nueva, que yo era tan feliz antes, que teníamos tantos planes, que qué hubiese sido mi vida sino se hubiera ido… y mis lágrimas que humedecieron el álbum. Lo más penoso de aquello es que no fue penoso, sino un manifiesto de envidia: pues claro, con Ricardo construiste todo, y la muerte lo arrebató un día, y llegué yo- luego de mucho- y que me llamo del mismo modo. ¿Podré alguna vez ser igual o más importante que Ricardo? Tú me dices que sí, yo no sé.
A cualquier persona normal le habría provocado lo que a mí con esas fotos de tiempos de antaño, en donde yo no estaba, no formaba parte de ti. Y por supuesto: rompí en llanto. Entendiste. Finalmente, la escena termina con un beso.
Besos, saliva, caminatas bajo la lluvia, sudor, calor, dientes, pizza doble queso en los bordes, salidas varias, playa, risas, besos, momentos, pasta de diente, chocolates, cuerpo, zapatos, bufandas, guitarra, Alanis Morissette, folklor, canciones, mucha música, cine, ronquidos, lamidas, abrazos, escondidas, calzoncillos, anillos, unión, vida, harta vida, condimento, consonante fricativa interdental sorda, familia, comidas, noche, días, cuerpos, manos, Tori Amos, micro, Lila Downs, teatros, funciones, espejo, cd’s, camisas, Adriana Varela, lengua, James, Ay pena penita pena, te amos, te adoros, te deseos, te quiero hacer feliz, violines y cartas, paraguas y serpentinas.
Todo esto envuelto en una atmósfera de ensueño: música rítmica, melodiosa y tranquila. Imágenes breves, normales.
Ya, ahora me sincero: el final lo tenía preparado, así, bien melodramático. Sin embargo, apareció un nuevo 27. Hay que plasmarlo entonces. Cómo terminaba antes: caminando solo sin ningún tipo de sobreinterpretación, el lector y receptor visual podría pensar que sólo me muevo, que en la vida estaría solo o acompañado, eso daba igual, no importaba (¡qué rellene los espacios!).
Cómo termina ahora: sábado lluvioso y húmedo. Una llamada nuevamente. Ahora es tu preciosa voz despertándome para luego crucificarme. Se vuelve a repetir el principio, círculo vicioso y egoísta. Volviste a cagar a un pendejo tonto y extremadamente ingenuo.
Agarro el mango, miro en la superficie mi reflejo. Camino a la cámara, la hago trizas. Tras bastidores te encuentro, me preguntas si terminé mi “súper” novela-película. Te miro con rabia. Te ataco. Te mato. Lloro.
(La cámara en un primer plano muestra mi rostro, luego detalla el cuchillo, finalmente relata tu historia ensangrentada en el camerino… suena la música y… “El Fin”).
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